Esta semana, justo el día de los Inocentes, se convirtió en protagonista de la noticia bomba de la temporada. Y no era una broma. De cara a todo el mundo, Isabel Preysler estaba viviendo un momento dulce y pleno al lado de Mario Vargas Llosa, desde hacía ocho años, pero no todo es eterno. Ni siquiera tal y como parece. Cuando el escritor apareció en su vida, ella necesitaba calma y una buena dosis de felicidad porque, muchas veces, lo que percibimos no se ajusta a lo que realmente vivimos. No voy a decir que Isabel no haya tenido una vida exitosa en emociones y afectos. La ha vivido exprimiéndola al máximo y eso conllevó, en ocasiones, sufrimientos innecesarios e inesperados.
Nuestra amistad se remonta a unos cuantos años atrás, muchos ya. Nos acercamos y compartimos más cuando estaba casada con Miguel Boyer, lo que me permitió, hasta su marcha, compartir con él conversaciones y tertulias llenas de ingenio, sentido del humor y unos conocimientos que resultaban adictivos. Juntos hemos viajado varias veces. Con toda la familia, tuve el privilegio de conocer Egipto, a través del esmerado conocimiento del político. Era mi primera vez y se convirtió en inolvidable y única. Recuerdo que, cuando decidimos organizar ese viaje, Ana era muy pequeña e Isabel tenía dudas de que acabase comprendiendo la complejidad que encerraba la historia de ese país. Sin embargo, Miguel tenía claro que entendería todas y cada una de las etapas que le explicasen.


Y así fue. Ana, hoy ya madre por partida doble, nos daba mil vueltas a los demás, lo pillaba todo al vuelo y enlazaba magistralmente unas leyendas con otras. Para ese viaje nos designaron un guía fantástico. A medida que avanzaban los días, él se dio cuenta de que los conocimientos egiptólogos de Miguel eran, incluso, superiores a los que él impartía, así que, sin pensárselo dos veces, cuando estábamos visitando Luxor le dijo: «Si no le importa Sr. Boyer, explíquelo todo usted. Me vendrá bien aprender». Y, el resto del viaje, Miguel se convirtió en el mejor guía que podíamos imaginar. Todo un privilegio que, con los años y los recuerdos, se ha convertido en un regalo. Hay muchas instantáneas de aquella aventura, conservo algunas muy concretas de ese viaje. Con especial cariño guardo una de los dos solos, con la única compañía del guía egipcio, en una zona de Asuán a la que había que ir a las 6 de la mañana. Salvo nosotros, nadie más se apuntó a esa visita porque «hay que madrugar mucho», recuerdo que dijo Tamara.
Otro momento que me viene ahora a la cabeza es un viaje a Disneyland París. Miguel, muy amante de la cultura francesa y poco de la americana, aceptó ese viaje por satisfacer a su hija Ana, su auténtica debilidad. No le hacía ninguna gracia verse rodeado del ratón y su troupe, pero aguantó pacientemente, con puro amor de padre, todas y cada una de las instantáneas que se sucedieron sin parar, incluso una muy especial en un desayuno con todos los personajes de ese mundo mágico, en el que se encontraba más desubicado que cómodo. Se sumó a esa visita Carmen Martínez Bordiú que, en aquel momento, residía en la capital francesa.


En esta última etapa de su vida, al lado de Vargas Llosa, los viajes no se dieron con la frecuencia de los anteriores, porque el espacio de Isabel lo ocupaba el escritor. Ella, siempre muy cuidadosa con sus apariciones públicas y aliada íntimamente a cultivar el misterio, comenzó a aparecer con frecuencia en diferentes actos. El nobel le hizo salir de casa, tal vez más lo deseado, pero fue una prueba más del amor que sentía por el escritor. Años de relación, precedidos por un conocimiento de otros muchos años que se remonta a los tiempos de su matrimonio con Miguel Boyer, que terminan ahora sin posibilidad de regreso. Estoy convencida que Isabel regresará ahora a su vida de antes, en la que decidía dónde y cuándo dejarse ver.
Es curiosa la labor que hace la mente con los recuerdos. Muchos se agolpan ahora y me piden paso. Me gusta la sensación de comprobar que siguen vivos. Va a resultar que es verdad que algo/alguien no muere mientras no dejes de recordarlo. Supongo que, como ocurre siempre, el tiempo se encarga de asentar las emociones, sedando la pena y recolocando esos recuerdos. Isabel será feliz en esta nueva vida, que inicia tras la voluntaria decisión, porque es una mujer que continúa viviendo de cada momento con la intensidad de antaño. No la imagino sin disfrutar y sentir en plenitud. Privilegios de la vida…
