SIEMPRE NOS QUEDARÁ PARÍS

Soy predecible, lo sé. Cada hazaña de Rafa Nadal me lleva a escribir sobre él. Hay veces en las que me repito porque se me agotan las palabras, los gestos, los calificativos. Tal vez porque han sido muchos los verbalizados pero, por suerte, creo que he atinado en el juicio y ¡para qué cambiarlo!

Los que me conocen bien saben que Rafa Nadal es mi perdición. Desde hace tiempo es una «droga» que me gusta consumir con toda la frecuencia que me dejan sus torneos «por lo largo y ancho del mundo» porque, sin pretenderlo, me sirve de ejemplo, me hace crecer, me anima a ser más fuerte, a superarme en los momentos delicados que, en los últimos tiempos, son unos cuantos. Verle jugar es un chute de vitalidad. Comprobar cómo se enfrenta a la adversidad, es una lección de vida.

Hace más de tres décadas cogió, por primera vez, una raqueta entre sus manos. Tenía solamente cuatro años. En un tiempo record ganó su primer torneo y, cuando le preguntaron al final del partido cómo sentía, con la madurez de un adulto respondió que «muy feliz, pero no me debo creer especial ni diferente porque sólo he ganado mi primer torneo». Ni en sus mejores sueños imaginó que, años más tarde, haría historia ni de la manera que se ha producido.

Es ya una leyenda, pero la humildad la lleva en el ADN. Parte de su grandeza está en que no se cree nada. Contabiliza sus hazañas, pero las acepta como logros secundarios. Lo podemos comprobar en cada rueda de prensa posterior a la gesta conseguida en cada momento, donde sus palabras, en más de una ocasión, incidieron de manera clara en la situación que estaba pasando puntualmente y dando valor a lo que realmente lo tiene: la salud. Mensaje que te llega por la manera con la que solo él sabe hacerlo.

Siempre he dicho que sus valores deberían enseñarse en los colegios. No hay nada como el reflejo del ejemplo. Y él ha demostrado tener un máster de cómo salir adelante en época de crisis. No fue inmune a alguna de ellas, porque el éxito no te exime de peajes propios de los anónimos. Pasó por crisis física y de bajón personal, lo que influyó enormemente a su rendimiento deportivo en un momento determinado.

Sus «huesos de cristal» le pusieron, hace años, en jaque. Inasequible al desaliento, se refugió en su familia, en su siempre discreta relación sentimental y dedicó a trabajar esas rodillas, que le habían apartado de las pistas de tenis. Tras meses de vida absolutamente monacal, dedicada «en cuerpo y alma» a su rehabilitación, Nadal resurgió de sus cenizas, como el ejemplar más majestuoso de Ave Fénix, y volvió a ser el de siempre, el luchador, el grande, el número 1 en entrega y pundonor.

Tal es su modestia, su natural manera de entender que todo esto puede ser transitorio, que le cuesta admitir que estar en la cima es una proeza. Lo asume como algo natural, que no es más que el resultado del esfuerzo, la constancia, el sacrificio y, a veces, una bocanada de suerte. En tiempos de enfrentamientos, Nadal es el único capaz de unirnos a todos en una opinión sobre él. Y es que, aunque parezca que todo tiene su fin, Rafa lo ha vuelto a hacer. Sigue escribiendo la historia, es una lección de vida.

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